Recordamos las memorables
palabras con que Juan Pablo II sacudió a
la Iglesia y al mundo en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro: «¡No
temáis! !Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Tal y
como indicó años más tarde Benedicto XVI el Papa hablaba a los fuertes, a los
poderosos del mundo, los cuales tenían miedo de que Cristo pudiera quitarles su
poder, si lo hubieran dejado entrar y hubieran concedido la libertad a la fe.
Aquello que Juan Pablo II, recién elegido papa, pedía a todos, él mismo lo
llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los
sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante,
fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con
su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran
humanidad, ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse
cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra:
ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad.
Nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es el único Redentor
del hombre.
Karol Wojtyła cuando es
elegido papa llevaba consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre
el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre. Su mensaje fue éste: el
hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del hombre. Con este
mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II, Juan Pablo II condujo
al Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias
precisamente a Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza». Sí, él, dio al
cristianismo una renovada orientación hacia
el futuro, el futuro de Dios. Reivindicó legítimamente para el cristianismo la
esperanza y propuso vivir en la historia
con un espíritu de «adviento», con una existencia personal y comunitaria
orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia
y de paz.
